Empieza el año en una dehesa de encinas. En pleno invierno, una bandada de grullas busca alimento. La bruma de la mañana aún no se ha levantado del todo y la escena transcurre envuelta en un halo blanquinoso. Un grupo de aves rebusca las bellotas esparcidas por el suelo tras la última montanera.
Algunas aves han encontrado alimento y lanzan sus gritos al aire. Una bandada en vuelo les escucha y se dirige hacia ellas, con un trompeteo ensordecedor.
Pasa la bandada, pero el frío del invierno permanece. En el monte, el silencio es la norma. Un petirrojo reclama en primer término. Un mirlo huye, y una corneja grazna en lontananza y define, con su voz, el límite del horizonte.
Cae la noche. Lo indican los ladridos ásperos del búho chico y los silbidos de sus pollos. Es la hora del lince ibérico, la de los gruñidos en el silencio de la noche de una hembra en celo, oculta en la oscuridad y la espesura del monte.
Poco a poco el año sigue su curso. Una suave brisa trae el final del invierno; graznan los arrendajos, crocitan los cuervos, gritan los rabilargos. Más cerca, canta el carbonero común.
Comienza todo un concierto de percusiones: estamos en el vértice donde confluyen los territorios de varios picos picapinos. Estos pájaros carpinteros delimitan sus territorios tamborileando con el pico contra los troncos secos, resonantes, de los árboles maduros. Al fondo canta un zorzal charlo.
En las mañanas de enero y febrero tiene lugar el celo de las águilas imperiales. Muy altas, recortadas contra el cielo en vuelo coronado, una pareja celebra su enlance. Un intruso enlutado, un cuervo, irrumpe en escena.
El canto poderoso y desflecado de los pinzones vulgares, preámbulo sonoro de marzo, da pie a la llamada zorzal común y el herrerillo. Sigue el repertorio incompleto de una de las aves con más variedad canora, de nuevo el carbonero común.
Más simple es el canto rítmico, marcado a compás, del carbonero garrapinos, quien, pese a su nombre, no precisa de los pinos para dejar oír su canción.
En abril, el paisaje se transforma. Cada día una especie nueva, una nueva canción se incorpora a la sonata del bosque. Las chicharras anticipan los calores estivales, cuando ellas mismas nos harán conocer el sentido del término “achicharrarse”. Un ratonero sobrevuela la escena, y la abubilla lanza su llamada monótona, melancólica y repetida. El calor activa a los insectos. Moscas, grillos y saltamontes incorporan sus sonidos resecos, ásperos, mecánicos, al paisaje sonoro.
Una tótola arrulla desde la copa de una encina. Le sigue el zureo de las palomas torcaces.
Llega el mes de junio, la época de los amores para el corzo. Toses broncas, resecas y ásperas emergen desde las penumbras: un macho llama a la hembra al tiempo que reta a otros competidores. Otro ejemplar recoge el guante desde la distancia.
Con los calores tórridos el verano el suelo del bosque es un auténtico manto de grillos, incluso en pleno día. El aleteo de un milano negro al abandonar el nido, da paso a sus gritos desde el aire, agudos y audibles a gran distancia. Y una nueva voz enriquece el concierto forestal: el melodioso, dulce y aflautado canto de los mirlos.
Un cuco pronuncia su nombre y anuncia la hora en que cae la tarde. Al crepúsculo, cuando las formas se confunden con sus sombras, la voz del cuco resuena como un eco. Los grillos continúan con su melopea y se produce el cambio de guardia entre los sonidos diurnos y los nocturnos.
Entre dos luces canta un petirrojo. Pronto empieza el matraqueo de los chotacabras pardos, emitidos en vuelo por los calveros del bosque. Y tras ellos todo el coro de anfibios en charcas u riberas. Ulula un cárabo. Otro ejemplar, alarmado, lanza gritos destemplados.
Pero la noche es también el escenario donde actúan algunas aves preferentemente diurnas. Una todavía canta mientras vuela en círculos al claro de luna.
Ladra una cierva asustada y emprende la huída sobre el lecho de un arroyo. El verano llega a su fin. Con la primera hierba del mes de septiembre, los bramidos de los ciervos se escuchan por laderas y vaguadas de todas las serranías andaluzas. Es tiempo de berrea, la señal que anuncia la proximidad del otoño. Los venados se enzarzan en peleas para dirimir, a voces y testarazos, el acceso de los más fuertes a los rebaños de hembras.
Un mes después, en Octubre, en matas más abiertas, de vegetación menos áspera, se produce la ronca de los gamos.
Berrea y ronca son dos indicios del otoño. Al poco la mala estación desciende desde el norte y las lluvias, y su cortejo, las grullas, riegan y se esparcen por los bosques y serranías del sur.
Espacios Naturales Protegidos Andaluces
Junta de Andalucía. Consejería de Medio Ambiente
Grabación, montaje y textos: Carlos de Hita | Sonidos suplementarios: Eloïsa Matheu | ilustraciones: Carmen López
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